Regresándome el alma a este frío mundo he vuelto, frío que en realidades y en bellezas pocas se enajena de las tierras de Morfeo y su reconciliadora magia. Pero he vuelto ya de esas tierras sin mi cansancio a cuestas. En mi sillón, el que conmigo comparte las otoñales siestas, he despertado dormitando un jocundo y demencial sueño, o talvez un ayer difuso cual trasparencia en la memoria. “Dios sabrá cual de ambos fue cierto.”
Ya en mi mediana conciencia, soy solo, y lo admito, un no-muerto deambulando en el living en busca de un nada que se esconde en sus juegos, pero no me divierten sus gracias, solo sigo buscando un quehacer vespertino para justificar mi no requerida vigilia.
Y mientras tanto, en esta fría tierra se extiende la penumbra velozmente, tanto en la tierra y como en el cielo, de tal manera que el sol nada puede hacer cuando lo ahogan las tumultuosas nubes, y tanto aun las sombras ya abrazan las sierras, y yo que nada puedo hacer para devolverles el color que se les ha robado. Me invade entonces la angustia. Pero recuerdo que soy mortal y que poco poder contengo, me resigno como debo a mi humanidad, y a su suerte las abandono.
Cuatro velas me bastan esta noche, cuatro ligeras llamas parpadeando me bastan para esperar la llegada del arenero y su descortés impuntualidad. Y aunque en esta hora cual hábito, se le puede ver al sol caer tras las sierras, ni lo primero ni lo segundo se vislumbran en la ceguera que se esparce. Ni lo primero cae, ni lo segundo cobija la caída. Pero las nubes conmueven con su luto, y ahora con su llanto de agua dulce, pero es como uno vergonzoso y de pocas lágrimas, como el de un arrepentido que esconde el pecado.
Esa garúa se cuela por el mosquitero de mi puerta, y una brisa adentra chispeando brillos cual trabajo de alquimista o como hechizo de brujas, en un efecto que hipnotiza mi fantástico ensueño y que, muy ciertamente, hubiera fascinado a mi amada impresente.
Poco duró su llanto, pues ya lo dije, fue como el de un arrepentido, que dura solo el tiempo que toma un recuerdo en arribar e irse. Ahora solo el frío se ha estancado, y como la lluvia ya no canta en las tejas, mi mente vuelve a la habitación y con ella ese gélido sentir que entumece mis dedos.
Al no bastar mi aliento, y en un pensamiento falto de meritos, me dejo llevar, arrastrar con una sumisión orgullosa hacia el sótano de la casa, donde recuerdo haber abandonado en antiguos inviernos, a manera preventiva, algunos maderos salvadores con que alimentar la estufa y así acurrucarme apáticamente frente a ella.
Y en ese mismo sótano al cual bajé a buscar los leños dichosos, como almacén de un viejo olvido, existen, aunque solo allí, mis pinturas de artista joven. “¡OH memorias! ¡Cómo las he abandonado, con que simpleza me he apartado y sucumbido a un placer que no es el suyo!. Nada puedo, mas que perdón pedirles.”
Todas vivas se encuentran, aunque en un sueño de polvo inmersas por mi indiferencia de años. “Pronto, hijas mías, tendrán su altar, cada una. He vuelto, y conmigo aquel corazón que antes se distrajo entre lujurias.”
Allí estaban, mi madre en su encuadre dorado con su sonrisa de marfil blanco, mi casa del viejo barrio, mi lecho humilde casi invisible en mi mente, mi padre con su recio semblante militar y su ostentoso uniforme en galardones opulento. Allí estaban los instantes que juré nunca olvidar. “Que perfidia la mía.”
Y también aun permanece varada en un rincón, de cara a la pared mohosa, sobre el caballete que es ahora dominio de arañas y sus telas, una imagen a medias formas y de incompleta hermosura. Mi amada impresente, retratada en sus años de jóvenes luces y amores vírgenes, mi diosa, mi musa impecable... Amanda.
Dejando atrás el sótano, y luego de los peldaños crujientes que me abandonan en el pasillo, ahí en una de sus paredes aparece mi rostro. Simple reflejo de un espejo oblongo que solitario yace, solitario y en mala postura sobre el color desgastado que se escama y se astilla. “Que estúpida expresión hermano mío, ¿por qué esa sonrisa enfermiza?”.
Solo sigo mi camino a la sala.
El fuego aviva el calor y se regocija mi cuerpo ante la tibieza que ahora posee, pienso entonces que a todo malestar le existe remedio o muerte. Nada es eterno si así se le quiere. “La vida es un camino sinuoso, cuando una piedra impide el paso puedes esquivarla, o arrojarla lejos para que nunca mas entorpezca tus tiempos.”
Suelo hablarle al cigarro como si de un amigo tratase: ofrece su calma al instante en que los nervios moran, mientras que en uno de tantos futuros carcome tu ser y provoca sus males. Aunque suele ser más fiel que los verdaderos. “Como es el amor mi amigo, como es de doloroso, y como somos nosotros de masoquistas que a ese dolor deseamos mas que a nada.”
Pero otro rostro me observa y escucha mis delirios. Esa es Bella, “Que nombre impropio para un ser que no sabe siquiera posee uno, nombre injustificado para un can de escasa utilidad que esconde en su “belleza inocente” una basta fealdad.” La mascota de mi amada impresente.
Pero hoy no como antes me observa, porque hoy no me mira, sino que sus ojos desencajados han permanecido inmóviles por horas esperando que una de las parcas regrese a colectar su alma. Y aseguro que, más allá de su grotesca presentación, alguien vendrá por ella, mas allá de la sangre que tiñe su blanco pelaje, alguien será misericordioso, mas allá de sus entrañas esparcidas en la alfombra, algún dios le dará su mano. Yo no puedo más que aguardar con ella. Lo ocurrido fue tan solo un accidente. Victima indiscutible de un tiempo y un lugar que han conspirado morbosamente hacia un cruel aunque inevitable desenlace.
Solo agradezco a alguno de los tantos dioses, el que mi amada duerma su paz imperturbada lejos del fétido aroma de esta habitación. Ya que su niñez eterna no conciliaría el sueño luego de tan sórdida escena.
Una de las cuatro velas ha muerto, y libro un bostezo cual fúnebre canto o respetuosa plegaria. Y es talvez una señal, cuando las tres que aun viven oscilan como agonizando, solo resistiendo mientras que con sus últimos alientos juegan con mi sombra y la pared. Y he decidido apiadarme de ellas, dándole descanso temprano. La segunda, la tercera y la cuarta restante he alentado a morir con tan solo un respiro. “Y como es de simple arrancar una vida, o darle muerte a algo que nunca la tuvo”.
El ambiente se torna depresivo al instante en que mis palabras se evaporan, no sin antes mecerse entre sus ecos cerrados y secos, pero no debe mi humor caer al abismo esta noche, pues me están esperando, bajo las sabanas de mi cama.
El camino al dormitorio se hace lento y tambaleante, penumbroso al mismo tiempo pues le es inherente a la noche, así como la ceguera al sueño. Se abre la puerta tan silenciosa como de costumbre, cómplice de mis intenciones no queriendo perturbarle el descanso a quien entre mantos me espera.
Su silueta besa delicadamente las sombras y las luces tenues, logrando que mi alma le cele a ese romance que mantienen con descaro. Y al recostarme a su lado en un ritual cuidadoso, su cuerpo aun permanece inmóvil, inmutable. Pero deseo tanto que observe mi regocijo que entonces, y solo bajo esa excusa, volteo su rostro hacia mí en una caricia de palma.
Sus ojos aun están abiertos en un azul inerte, sin criticarle a su muerte como única compañera, callada luego de una noche agitada y poco silenciosa como lo fue la anterior. Sus lazos dorados acarician la almohada de seda, siendo aun más delicados que la tela en que se amoldan. “Era tan sencillo... solo debiste amarme, pero mírate ahora...” Ella no puede mas que escucharme esta noche, hemos llegado a un acuerdo y a una reconciliación. “¿De quien es la culpa?...dime. Yo nunca quise alejarte, tu me quisiste lejos, y ahora ya no estas...” Ella no puede contestarme esta noche, no puede cerrar los ojos e ignorarme como antes, hemos llegado a un acuerdo. “...es tu culpa.”
Besé sus gélidos labios y acaricié el collar rojo que formaban las marcas de mis manos en su blanco cuello. La recosté hacia mí y coloqué su cabeza en mi pecho, y mientras mis pulmones se llenaban del aroma de su pelo, el sueño acudía. “Dulces sueños Amanda, mi amada impresente.”
Y sin más, un último bostezo, pagando el boleto de regreso a mis fantásticas tierras.
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